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jueves, 3 de diciembre de 2009

El frio

El frio
Las tormentas de afuera se detienen en mi camino,
solo la blanca soberania parece traerse los disparos,
y tu caes, yo yo no logro ver nada, rio ,
pero el silencio vuelve otra vez.

Los abrazos desmenuzados cogen los latidos de la esperanza,
y no recorre los caminos que parecian perdidos,
y tu caes y yo no logro ver nada,
lloro pero el hambre del encierro vuelve otra vez

la soledad se ha vuelto mi amiga
puede acaso sostenerme?

martes, 4 de agosto de 2009

El frio

Las tormentas de afuera se detienen en mi camino,
solo la blanca soberania parece traerse los disparos,
y tu caes, yo yo no logro ver nada, rio ,
pero el silencio vuelve otra vez.

Los abrazos desmenuzados cogen los latidos de la esperanza,
y no recorre los caminos que parecian perdidos,
y tu caes y yo no logro ver nada,
lloro pero el hambre del encierro vuelve otra vez

la soledad se ha vuelto mi amiga
puede acaso sostenerme?

martes, 17 de febrero de 2009

Kijote y Dulcinea

Me anticipan las palabras con la mínima precaución:
Se aceleran,
Se disipan
En ti.

Aun con no pensarte tu imagen me sobrecoge,
Y se escudriña en mi esencia
De quererte un poco más.

Y es que la distancia
No es vivir en el hades suspendido.
No es separarse después de la despedida,

Es aquella proximidad del secreto en voz.

II

Por ti,
Las palabras se transcriben,
Y se cohíben.

¿Pero qué son las palabras cuando hay razones
Para describirte?

Y es que tú,
Sólo tú,

Me haces creer en la infinitud de los segundos.
Y me vienes a coger los odios después de un adiós.

III

¿Qué sería si por quererte hubiese soledad
En las fragmentaciones de un cielo estrellado?

Se detendría el cursor del aliento humano
Y los otoños serían predecibles.

No existiría el grado de complicidad
Entre tú y yo...

No seríamos parte de esta historia
Y es que tú no serías mi quijote,
Ni yo tu dulcinea.

jueves, 15 de enero de 2009

Dramatica en tres

Las calamidades

Los faros del auto iluminan la ruta.

¿Cómo podremos decir lo que debe ser dicho,

si cuatro amigos viajan, perdido el tiempo

en que se visitaban? Largo y viejo

es el auto: la edad de las visitaciones

se ha ido con los éxtasis. Ni la más pequeña

de las lágrimas cabe en las palabras.

Los conduce la noche, si no el sombrío

encierro de esa cápsula arrojada

en el camino, a hablar, ¿con qué propósito?

Uno por uno, aunque se dirigiesen

a los demás, siempre sería uno.

El presente, en efecto, es igual para todos,

pero lo que se pierde nunca lo es:

así el instante de sus palabras permanece

virtual y simplemente separado del resto.

1

Maldice el día en que se detuvo

¿Quién puede prever lo que va a pasar?

¿Quién, saber lo que le espera? Yo tuve

la esperanza acuática de mi destreza

en el arte de pintar. Mezclaba entonces

cada tono, finísimas láminas, efectos

de luz y sombra. Pero los años

no me dieron la medida exacta

de mi trabajo. ¿Adónde están ahora

mis potencias? ¿En qué lugar se decidió

poner un límite a mis manos? ¿Tuve

algo, alguna vez? Recuerdo, amigos,

a una chica pálida y diminuta

que hablaba muy despacio. La quise,

vivimos juntos cuatro años. Al pintar,

su cuerpo era un remolino vacilante

sobre un banco de madera. Cuando se fue,

supe que yo no sería nada, apenas

un mediocre artesano, uno de miles,

preparando un futuro ajeno. ¿Adónde

se cortó ese hilo que me sostenía

del cielo? Entonces yo flotaba y ahora

me hundo en los más oscuros pozos,

en la inmovilidad, en la repetición

más anodina. Las aguas del destino,

¿pude haberlas surcado? ¿Había un barquero?
¿Qué hice mal? ¿Qué moneda olvidé,

cegado por el velo de mi juventud? Amigos,

ustedes no pueden saberlo, pero pienso:

¿habrá aún esperanza para mí?

didascalia

Su mano izquierda sostenía el volante, llevándolo

con muy ligeros toques. La forma de su rostro

era el efecto de una causa ausente, unas gotas

que habían caído por su frente, bordeando

la nariz y la boca, una condena perpetua

cuyo origen se perdía en la ruta desierta.

Maldice el día de su nacimiento

No hubiera podido, amigos, desaparecer

de otro modo. ¿Cómo creer, entonces,

en mis pasajeras decepciones? ¿Cómo

no ver ahí las huellas de una desesperada

vitalidad? Cada uno de mis cuadros

era una advertencia cuya luz, tan precisa

cuando el pincel corría veloz y claro,

se hacía al tiempo gris, densas tinieblas

de mis imitaciones transparentes, surgiendo

del fondo de la tela. Y ella, cansada

de mis preguntas, preparaba en silencio

sus enormes bastidores. ¿Estuve cerca

o nadie más que yo experimentaba

el engaño? ¿Qué decidió el momento

y el lugar de mi nacimiento, del destello

fatuo, apagándose antes de mi muerte?

¿No son pocos mis días? Amigos, ¿no son

un parpadeo del cielo, un guiño cómplice

que casi sorprendí? Ustedes me dicen

que soy bastante bueno, pero entonces,

¿por qué alguien puso en mi cerebro opaco

una chispa extinguida, una imagen vacía

o una pintura blanca que se quema

en la vanguardia del olvido? Si ya no hago

sino decorar salas, si repito, si miento,

¿dónde, pues, estará ahora mi esperanza?

2

Maldice el día en que se desplazó

Hace casi diez años, estuve, amigos,

con una hermosa chica. Meses

había pasado mirándola, en secreto;

luminoso secreto: ella lo supo.

Mis labios lo decían, mis palabras

rebotaban alegremente en las paredes

pálidas del barrio. Pero yo,

triste, esperé hasta que un gesto

mudo la puso ante mí. Entonces,

durante unas semanas, cometía

los más impropios silencios, roces

de mi cuerpo cristalinamente torpe.

Hasta que un día me fui de una vez

y para siempre. Cuánto tiempo

tardó su ausencia en golpearme.

Y cuán inesperado sería el golpe.

Nadie puede asestarlo, si bien yo

lo esperaba en silencio. Un año

después de mi separación imprevisible,

la noche daba sombras a mi memoria

incierta, cuando vi, tumultuosos,

a una banda de tipos corriendo

hacia mí, pero mi cuerpo, inmóvil,

no se apartó. Fui golpeado. La sangre

se deslizaba por mi cara. Luego, solo,

traté de caminar y tomé un taxi.

¿Qué me impedía pronunciar ni siquiera

una sola frase de dolor? ¿Por qué

es más grave mi llaga que mi gemido?

didascalia

Su voz maniática colaboraba,

desde el asiento trasero, en diagonal

a la melancolía del conductor,

con trazos más vívidos, calmando

la expectativa del inicio, incierto, pero,

también acentuando el fondo oscuro

adonde se destaca la juvenil belleza

de su pérdida. Tras sardónica mueca

de nervios excitados, aunque sin el más mínimo

resentimiento, se despega el recuerdo

de su rostro, inquieto, como una lámina

de escena impresionista con muchacha

de espaldas. Él mira, no su expresión,

sino la del pintor que maneja y escucha.

Maldice la condena de sus ignorantes días

Hubiera yo expirado, amigos,

feliz en ese instante de gratuito

escarnio, y ningún ojo, nadie

habría dado una lágrima por mí.

Desde entonces, vivo en el temor

insano de volver a verla, su pelo

castaño brilla en cada chica

que me ofrece su espalda, paro

de caminar y pienso: ¿cómo

podría hablarle? ¿Cómo explicar

mi ausencia? Las frases se disponen

una por una, pero sé que no es ella,

y aun cuando lo fuera, en el silencio

está mi casa, en la oscuridad,

mi habitación. Quisiera ser distante,

recordarle, sonriente, nuestros errores:

que yo olvidaba la forma de su puerta

y, en exceso de amor, llegaba tarde.

Amigos, hubiera yo fallecido,

o fallado, antes de saber

que nunca en un oído mis palabras

se volverían mansas. Debería, entonces,

cuando los golpes me hacían insensible,

mis labios deformados, mi rodilla

hinchada y tumescente, debería

haber sido sacrificado al llanto,

breve y sin causa, más bien

con su propia razón, ya no por mí,

sería vano creerlo, de una hermosa

chica perdida: para mí, una marca

de la vasta desolación que me esperaba.

3

Maldice el día en que fue quebrantado

Les digo que mi voz se alzó entonces

de un dolor del camino y visitó

la noche, entre sombras. La suya,

que apenas empezaba a conocer, la vida

es un conocimiento insuficiente y breve.

Mi amor por ella, ausente, tan extenso

como un mapa del todo. ¿Cómo, si años

no bastan para saber en qué pensaba

cuando se distraía, la vista fija

en un lugar minúsculo, cómo, díganme,

resignarse a la muerte? Ya no debo

dejar que de mis labios broten sombras

de muerte. Están posadas, viven

esos microfantasmas en su cama,

antes mía, o en el brillo nocturno

de su espejo en mi insomnio. ¿Para qué

hablar ahora? Si muriéramos todos,

viajaríamos alegres, nada perdido, nada

que perder. Perdonen que les diga

algo que nadie puede oír. Ni yo, disculpen.

No tengo lágrimas con que amenguar

la rigidez de mis palabras. ¿Quién era

ella? ¿De qué hablábamos siempre,

de qué irrecuperable frase me perdí al callar

definitivamente? ¿Por qué de sus palabras

nada queda? La cápsula vacía flota

por nuestra casa y creo, todavía,

saber cuándo se acerca. Y después,

apagaré todas las luces y esperando

haré mi cama en las tinieblas.

didascalia

Junto al solitario, el viudo, ¿no es

acaso un solitario atravesado

por la falta de culpa? Cuántas veces

vio en su falta un presagio

del fulgor del destino. Ahora mira,

más allá de la nuca del pintor, blancas

líneas de puntos, volviéndose inflexiones

de su remoto pasado, continuamente

cortado por el hueco, absorbente vacío,

tanto que su nombre se hace sombra

de muerte, su cuerpo, una tumba

de la ausente: no hay separación

para quien vive, sino deslizamiento.

Maldice las sugerencias de reemplazo

Muchas veces, amigos, me repito

que ella se fue, y partiendo

sin mí, quedó conmigo. Sin embargo,

su movimiento me dejó sin mundo.

¿Para qué mundo?, me dije, luego

de diez años de espera, lento olvido

que no viniste. Sé que nadie nunca

se levanta del sepulcro. ¿Por qué

busco, entonces, su cara en cada uno

de mis fúnebres sueños? Cuando se desvanece,

licuada, la tiniebla espesa, también ella

se va. Duermo mientras camino, salgo

a trabajar, hasta que al fin la noche

nos restituya. Pero, ¿es una ficción, una

"forma de decir"? ¿Es su recuerdo algo

presente o un efecto grabado

en mi cuerpo que tomó, a su muerte,

su indeleble dibujo? No sé, amigos, porqué

una intensa indignación me invade

cuando me dicen que me case o que busque

otra mujer desconocida. ¿Cómo desear

esa perversa máscara, fingir allí

donde se olvida el propio cuerpo? ¿Cómo

buscar, en otra, una, borrar

la irrepetible valía de la única vez

que ella vivió? Si fue conmigo, entonces

no puedo más que oír sus tenues pasos

en el vacío de una casa dedicada

a su partida, inconclusa. Amigos,

podré olvidar su agonía, su inconciente

coma ante el horror hospitalario

que me acogió, pero su risa y su pereza

matinales, el calor de su cuerpo recién

despertado, las noches de lecturas escuchadas

de mi boca, si no las puedo ya nombrar,

no caben en número, cómo podría

despegarlas, cápsulas de cristal abiertas

como ventosas sobre mi espalda

para siempre, hasta la última costumbre.

4

martes, 30 de septiembre de 2008

Camas paralelas..



Adela prendió la radio y se dejó balancear por el ritmo mientras se atareaba en la cocina, tan grande, tan blanca, con una esponja plástica, o que parecía plástica, de un color verde brillante. Limpiaba las cubiertas del aparador de cocina, el refrigerador, la tapa de la máquina de lavar platos, los estantes, allá arriba, hechos para gente alta, que sus manos no podían alcanzar. No iba a traer esta vez el puff del living para pararse encima y limpiar, equilibrándose, la grasilla que se acumula al cocinar, inevitable pese a los ventiladores y extractores de aire, los hornos microondas y quizás algunos otros artefactos, no fuera que se fuera a caer de nuevo como esa otra vez doblándose el tobillo y teniendo que quedarse en cama varios días en su departamento sin poder venir a trabajar y leyendo y releyendo las cartas, poniendo una y otra vez los mismos casetes en el tocacasetes de segunda mano, escuchando a partir de las seis las interminables chácharas de la María Eugenia, que fumaba contándole sus aventuras en su trabajo en el supermercado, sobre los jóvenes rubios que trabajaban a media jornada y que algunas veces ni la veían y otras le agarraban el trasero o le rozaban las tetas pero como jugando, y no pasaba nada después, hasta que otro se ponía juguetón, pero ella sabía y había oído los jadeos que venían de la bodega y había visto a las niñas gringas, después de la hora del lunch aparecer con el pelo desordenado y rojas, asorochadas, y no podía evitar, a pesar de que fumaba y decía que no tenía olfato (Adela detestaba el humo), el sentir un, suave olorcillo que conocía tan bien y contaba eso, en calzones en la cama del lado, conversando con Adela y acariciándose la punta de los pechos, casi negra, con la yema de los dedos largos, ahora con las uñas romas porque en los primeros días se había quebrado un par manipulando mercadería y se las había tenido que cortar todas, y después los dedos iban a acariciar y presionar en forma inconsciente el bulto entre las piernas y esa misma noche, le diría fumando a Adela que no era justo, que ella era una mujer todavía joven, nunca le había dicho la edad y esa juventud podía estar en cualquier parte entre los veinticinco y los treinta, había estado casada, como ella, y lo había hecho por lo menos una vez al día y ahora se había pasado más de seis meses en banda, y no era justo estar rodeada por todos esos chiquillos rubios, siempre le habían gustado los rucios, desde chiquitita, los opuestos se atraen, eso lo sabe todo el mundo y ella era tan morena, casi negra.



"Negra", le decían en la escuela, "Negrita rica" los amigos y su marido. Y cuando la luz se apagaba María Eugenia decía buenas noches y a veces rezaba y a veces no y parecía que se dormía al tiro, pero Adela se quedaba pensando y recordando, no le era fácil dormirse, y al cabo podía sentir que la cama del lado crujía y María Eugenia seguramente lo estaría haciendo, algunas veces dos o tres veces en la noche, se lo estaría haciendo con el dedo, y ahogando los momentos culminantes en la almohada y quizás estaría pensando en los cabros rucios del supermercado, en cómo lo hacían con las niñas, y a lo mejor eso estaría pensando la María Eugenia mientras el catre crujía, que eran más o menos las cosas que le decía fumando y entre tos y tos a la Adela, que se aburría a veces pero no decía nada, que no era justo para una mujer joven y una ex casada de por allá, no de por aquí, ya que había leído en un National Enquirer en el lunch en el supermercado que en Norteamérica las parejas de como 35 años lo hacen como promedio un par de veces por semana, sería por eso que las gringas preferían irse con los árabes, los latinos y a veces hasta con los negros.



O a lo mejor la María Eugenia pensaba en su marido, que decía que se iba a venir pero era difícil porque le había mostrado las cartas los primeros meses y Adela se daba cuenta que el otro estaba frío, había perdido el interés, le contaba cosas como por contarle y le decía que estaba juntando plata, que tenía que ir a la embajada para una entrevista la semana que viene, pero ella no le había dicho nada a la otra, para qué, sola se iba a dar cuenta, y luego el hombre le había escrito que no tenía plata, que no había podido vender la casa además de que su hermana casada la estaba ocupando y él no podía ponerlos a todos de patitas en la calle con lo difícil que estaba la situación, y que ella tenía que pedirlo, qué era eso pedirlo, se preguntaba Adela, pero no quería pasar por ignorante. Si quería que se viniera le iba a tener que juntar la plata para el pasaje. Y María Eugenia había llorado una vez, con un sonido agudo, como una rata o una niña chica y le había dicho que el tipo lo que quería era que le mandara la plata y que quizás que lo que iba a hacer con ella, quizás con quién se había metido ya que ella lo conocía y él no era capaz de pasarse un par de días sin pegarse una cacha, y que ella podía muy bien pedir un préstamo en el banco ya que estaba trabajando jornada completa pero que no pensaba hacerlo. Cuando el oficial de inmigración, el que sabía hun poucou d'spañol, la llamó una vez por teléfono, la María Eugenia le había dicho que estaba casada, pero que en realidad más o menos casada, y la Adela estaba escuchando, y el fulano era el mismo con que había hablado para poder traer al marido, pero luego de juntarse algunas veces con él ya no habló del asunto por un tiempo y andaba cantando sola y se quedaba fumando, mirando para arriba y moviendo las piernas cruzadas, nunca podía estarse quieta y era tan habladora, y después había estado callada unos días y habían pasado ya sus buenos meses.



En cuanto a Adela, también era joven y más que la otra, y no se crea que no tenía sus necesidades también, ella sólo había conocido a un hombre, su marido, con el que se había casado en la iglesia y los padres de él y los padres de ella habían sabido desde que eran chicos que se iban a terminar casando. Pero ella no podía ponerse a pensar en él en la noche, como la María Eugenia, porque siempre que pensaba en él se lo imaginaba en quién sabe qué situaciones, amarrado a un somier, y el somier con un enchufe o algo así y alguien que conectaba el enchufe, o que estaba arrodillado y alguien venía por detrás y lo hacía levantar la cabeza agarrándolo por el pelo, y le decía "sácate los anteojos", como en la película El Salvador, que la había visto porque un latino que limpiaba las oficinas en el primer piso del edificio le había ofrecido una entrada y ella no había tenido corazón para decirle que no, "sácate los anteojos", porque Miguel también era así, como el estudiante que aparece en la película, a ése que bajan del camión y después le dan un balazo en la cabeza. Y a Adela se le quitaban las ganas de seguirse acordando y a veces lloraba y no podía quedarse dormida hasta mucho, mucho más tarde.

lunes, 11 de agosto de 2008

Ejecución de Harry

y yo di con la cabeza mi asentimiento. Un patio desmantelado entre cuatro paredes, con ventanas pequeñas de rejas; una guillotina automática bien cuidada; una docena de caballeros en trajes talares y de levita, y en medio, yo, tiritando en un ambiente gris de madrugada, con el corazón oprimido por un miedo que daba compasión, pero dispuesto y conforme. A una voz de mando avancé; a una voz de mando me puse de rodillas. El juez se quitó el birrete y carraspeó; también los otros señores carraspearon. Aquél desenrolló un papel solemne y leyó:

-Señores, ante ustedes está Harry Haller, acusado y responsable del abuso temerario de nuestro teatro mágico. Haller no sólo ha ofendido el arte sublime, al confundir nuestra hermosa galería de imágenes con la llamada realidad, y apuñalar a una muchacha fantástica con un fantástico puñal; ha tenido, además, intención de servirse de nuestro teatro, sin la menor pizca de humorismo, como de una máquina de suicidio.

Nosotros, por ello, condenamos a Haller al castigo de vida eterna y a la pérdida por doce horas del permiso de entrada en nuestro teatro. Tampoco puede remitírsele al acusado la pena de ser objeto por una vez de nuestra risa. Señores, atención: A la una, a las dos, ¡a las tres!

Y a las tres prorrumpieron todos los presentes con impecable precisión, en una carcajada sonora y a coro, una carcajada del otro mundo, terrible y apenas soportable para los hombres.

Cuando volví en mí, estaba Mozart sentado a mi lado como antes; me dio un golpe en el hombro y dijo:

-Ya ha escuchado usted su sentencia. No tendrá más remedio que acostumbrarse a seguir oyendo la música de radio de la vida. Le sentará bien. Tiene usted poquísimo talento, querido y estúpido amigo; pero así, poco a poco, habrá ido comprendiendo ya lo que se exige de usted. Ha de hacerse cargo del humorismo de la vida, del humor patibulario de esta vida. Claro que usted está dispuesto en este mundo a todo menos a lo que se le exige. Está dispuesto a asesinar muchachas, está dispuesto a dejarse ejecutar solemnemente. Estaría dispuesto también con seguridad a martirizarse y a flagelarse durante cien anos. ¿O no?

-¡Oh, sí con toda mi alma! -exclamé en mi estado miserable.

-¡Naturalmente! Para todo espectáculo necio y falto de humor se puede contar con usted, señor de altos vuelos, para todo lo patético y sin gracia. Sí; pero a mí eso no me gusta; por toda su romántica penitencia no le doy a usted ni cinco céntimos. Usted quiere ser ajusticiado, quiere que le corten la cabeza, sanguinario. Por este ideal idiota sería usted capaz de cometer diez asesinatos. Usted quiere morir, cobarde; pero no vivir. Al diablo, si precisamente lo que tiene usted que hacer es vivir. Merecería usted ser condenado a la pena más grave de todas.

-¡Oh! ¿Y qué pena sería esa?

-Podríamos, por ejemplo, hacer revivir a la muchacha y casar a usted con ella.

-No; a eso no estaría dispuesto. Habría una desgracia.

-Como si no fuese ya bastante desgracia todo lo que ha hecho usted. Pero con lo patético y con los asesinatos hay que acabar ya. Sea usted razonable por una vez. Usted ha de acostumbrarse a la vida y ha de aprender a reír. Ha de escuchar la maldita música de la radio de este mundo y venerar el espíritu que lleva dentro y reírse de ¡a demás murga. Listo, otra cosa no se le exige.

En voz baja, y como entre dientes, pregunté:

-¿Y si yo me opusiera? ¿Y si yo le negara a usted, señor Mozart, el derecho de disponer del lobo estepario y de intervenir en su destino?

-Entonces -dijo apaciblemente Mozart- te propondría que fumaras aún uno de mis preciosos cigarrillos.

Y al decir esto y sacar del bolsillo del chaleco por arte de magia un cigarrillo y ofrecérmelo, de pronto ya no era Mozart, sino que miraba expresivo, con sus oscuros ojos exóticos, y era mi amigo Pablo, y se parecía como un hermano gemelo al hombre que me había enseñado el juego de ajedrez con las figuritas.

-¡Pablo! -grité dando un salto-. Pablo, ¿dónde estamos?

-Estamos -sonrió- en mi teatro mágico, y si por caso quieres aprender el tango, o llegar a general, o tener una conversación con Alejandro Magno, todo esto está la vez próxima a tu disposición. Pero he de confesarte, Harry, que me has decepcionado un poco. Te has olvidado malamente, has quebrado el humor de mí pequeño teatro y has cometido una felonía; has andado pinchando con puñales y has ensuciado nuestro bonito mundo alegórico con manchas de realidad. Esto no ha estado bien en ti. Es de esperar que lo hayas hecho al menos por celos, cuando nos viste tendidos a Armanda y a mí. A esta figura, desgraciadamente, no has sabido manejarla; creí que habías aprendido mejor el juego. En fin, podrá corregirse.

Cogió a Armanda, la cual, entre sus dedos, se achicó al punto hasta convertirse en una figurita del juego, y la guardó en aquel mismo bolsillo del chaleco del que había sacado antes el cigarrillo.

Aroma agradable exhalaba el humo dulce y denso; me sentí aligerado y dispuesto a dormir un año entero.

Oh, lo comprendí todo; comprendí a Pablo, comprendí a Mozart, oí en alguna parte detrás de mí su risa terrible; sabía que estaban en mi bolsillo todas las cien mil figuras del juego de la vida: aniquilado, barruntaba su significación; tenía el propósito de empezar otra vez el juego, de gustar sus tormentos otra vez, de estremecerme de nuevo y recorrer una y muchas veces más el infierno de mi interior.

Alguna vez llegaría a saber jugar mejor el juego de las figuras. Alguna vez aprendería a reír. Pablo me estaba esperando. Mozart me estaba esperando.

martes, 24 de junio de 2008

Te amo

Susurra lo silente del desvarío
Dos palabras que con desden lo pronuncia
Y sigue la senda del errante.

Tantas veces dicho y nunca descubierto,
Como quien camina sin pies
En una noche obstructiva.

Y el oprobio de los labios pecaminosos
La olvidan,
La omiten o la prosifican a los vientos.

Dejando sabor amargo entre los labios.

Y hoy me inclino hacia esas dos palabras
Como las estrellas a su noche…

Porque los guijarros del pasado
Son larvas durmientes del ofuscado hades
Que reposan en laderas de Oz.

Y tiene discernimiento entre la distancia
De un medroso encuentro
Que deja huella entre soledad y olvido.

Y tú, merecedor de los cielos y mi boca
Has venido a ser acreedor de esas dos palabras
En un instante,

Consistiendo lo lábil de un beso
En diadelfos de una mirada vacía.

Porque has derrotado en mis sentidos, tus sentidos,
En un montón de temores atlánticos,
Como el pétalo en mi frío invierno.

Datos personales

Yolanda Montserrat
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