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jueves, 15 de enero de 2009

Dramatica en tres

Las calamidades

Los faros del auto iluminan la ruta.

¿Cómo podremos decir lo que debe ser dicho,

si cuatro amigos viajan, perdido el tiempo

en que se visitaban? Largo y viejo

es el auto: la edad de las visitaciones

se ha ido con los éxtasis. Ni la más pequeña

de las lágrimas cabe en las palabras.

Los conduce la noche, si no el sombrío

encierro de esa cápsula arrojada

en el camino, a hablar, ¿con qué propósito?

Uno por uno, aunque se dirigiesen

a los demás, siempre sería uno.

El presente, en efecto, es igual para todos,

pero lo que se pierde nunca lo es:

así el instante de sus palabras permanece

virtual y simplemente separado del resto.

1

Maldice el día en que se detuvo

¿Quién puede prever lo que va a pasar?

¿Quién, saber lo que le espera? Yo tuve

la esperanza acuática de mi destreza

en el arte de pintar. Mezclaba entonces

cada tono, finísimas láminas, efectos

de luz y sombra. Pero los años

no me dieron la medida exacta

de mi trabajo. ¿Adónde están ahora

mis potencias? ¿En qué lugar se decidió

poner un límite a mis manos? ¿Tuve

algo, alguna vez? Recuerdo, amigos,

a una chica pálida y diminuta

que hablaba muy despacio. La quise,

vivimos juntos cuatro años. Al pintar,

su cuerpo era un remolino vacilante

sobre un banco de madera. Cuando se fue,

supe que yo no sería nada, apenas

un mediocre artesano, uno de miles,

preparando un futuro ajeno. ¿Adónde

se cortó ese hilo que me sostenía

del cielo? Entonces yo flotaba y ahora

me hundo en los más oscuros pozos,

en la inmovilidad, en la repetición

más anodina. Las aguas del destino,

¿pude haberlas surcado? ¿Había un barquero?
¿Qué hice mal? ¿Qué moneda olvidé,

cegado por el velo de mi juventud? Amigos,

ustedes no pueden saberlo, pero pienso:

¿habrá aún esperanza para mí?

didascalia

Su mano izquierda sostenía el volante, llevándolo

con muy ligeros toques. La forma de su rostro

era el efecto de una causa ausente, unas gotas

que habían caído por su frente, bordeando

la nariz y la boca, una condena perpetua

cuyo origen se perdía en la ruta desierta.

Maldice el día de su nacimiento

No hubiera podido, amigos, desaparecer

de otro modo. ¿Cómo creer, entonces,

en mis pasajeras decepciones? ¿Cómo

no ver ahí las huellas de una desesperada

vitalidad? Cada uno de mis cuadros

era una advertencia cuya luz, tan precisa

cuando el pincel corría veloz y claro,

se hacía al tiempo gris, densas tinieblas

de mis imitaciones transparentes, surgiendo

del fondo de la tela. Y ella, cansada

de mis preguntas, preparaba en silencio

sus enormes bastidores. ¿Estuve cerca

o nadie más que yo experimentaba

el engaño? ¿Qué decidió el momento

y el lugar de mi nacimiento, del destello

fatuo, apagándose antes de mi muerte?

¿No son pocos mis días? Amigos, ¿no son

un parpadeo del cielo, un guiño cómplice

que casi sorprendí? Ustedes me dicen

que soy bastante bueno, pero entonces,

¿por qué alguien puso en mi cerebro opaco

una chispa extinguida, una imagen vacía

o una pintura blanca que se quema

en la vanguardia del olvido? Si ya no hago

sino decorar salas, si repito, si miento,

¿dónde, pues, estará ahora mi esperanza?

2

Maldice el día en que se desplazó

Hace casi diez años, estuve, amigos,

con una hermosa chica. Meses

había pasado mirándola, en secreto;

luminoso secreto: ella lo supo.

Mis labios lo decían, mis palabras

rebotaban alegremente en las paredes

pálidas del barrio. Pero yo,

triste, esperé hasta que un gesto

mudo la puso ante mí. Entonces,

durante unas semanas, cometía

los más impropios silencios, roces

de mi cuerpo cristalinamente torpe.

Hasta que un día me fui de una vez

y para siempre. Cuánto tiempo

tardó su ausencia en golpearme.

Y cuán inesperado sería el golpe.

Nadie puede asestarlo, si bien yo

lo esperaba en silencio. Un año

después de mi separación imprevisible,

la noche daba sombras a mi memoria

incierta, cuando vi, tumultuosos,

a una banda de tipos corriendo

hacia mí, pero mi cuerpo, inmóvil,

no se apartó. Fui golpeado. La sangre

se deslizaba por mi cara. Luego, solo,

traté de caminar y tomé un taxi.

¿Qué me impedía pronunciar ni siquiera

una sola frase de dolor? ¿Por qué

es más grave mi llaga que mi gemido?

didascalia

Su voz maniática colaboraba,

desde el asiento trasero, en diagonal

a la melancolía del conductor,

con trazos más vívidos, calmando

la expectativa del inicio, incierto, pero,

también acentuando el fondo oscuro

adonde se destaca la juvenil belleza

de su pérdida. Tras sardónica mueca

de nervios excitados, aunque sin el más mínimo

resentimiento, se despega el recuerdo

de su rostro, inquieto, como una lámina

de escena impresionista con muchacha

de espaldas. Él mira, no su expresión,

sino la del pintor que maneja y escucha.

Maldice la condena de sus ignorantes días

Hubiera yo expirado, amigos,

feliz en ese instante de gratuito

escarnio, y ningún ojo, nadie

habría dado una lágrima por mí.

Desde entonces, vivo en el temor

insano de volver a verla, su pelo

castaño brilla en cada chica

que me ofrece su espalda, paro

de caminar y pienso: ¿cómo

podría hablarle? ¿Cómo explicar

mi ausencia? Las frases se disponen

una por una, pero sé que no es ella,

y aun cuando lo fuera, en el silencio

está mi casa, en la oscuridad,

mi habitación. Quisiera ser distante,

recordarle, sonriente, nuestros errores:

que yo olvidaba la forma de su puerta

y, en exceso de amor, llegaba tarde.

Amigos, hubiera yo fallecido,

o fallado, antes de saber

que nunca en un oído mis palabras

se volverían mansas. Debería, entonces,

cuando los golpes me hacían insensible,

mis labios deformados, mi rodilla

hinchada y tumescente, debería

haber sido sacrificado al llanto,

breve y sin causa, más bien

con su propia razón, ya no por mí,

sería vano creerlo, de una hermosa

chica perdida: para mí, una marca

de la vasta desolación que me esperaba.

3

Maldice el día en que fue quebrantado

Les digo que mi voz se alzó entonces

de un dolor del camino y visitó

la noche, entre sombras. La suya,

que apenas empezaba a conocer, la vida

es un conocimiento insuficiente y breve.

Mi amor por ella, ausente, tan extenso

como un mapa del todo. ¿Cómo, si años

no bastan para saber en qué pensaba

cuando se distraía, la vista fija

en un lugar minúsculo, cómo, díganme,

resignarse a la muerte? Ya no debo

dejar que de mis labios broten sombras

de muerte. Están posadas, viven

esos microfantasmas en su cama,

antes mía, o en el brillo nocturno

de su espejo en mi insomnio. ¿Para qué

hablar ahora? Si muriéramos todos,

viajaríamos alegres, nada perdido, nada

que perder. Perdonen que les diga

algo que nadie puede oír. Ni yo, disculpen.

No tengo lágrimas con que amenguar

la rigidez de mis palabras. ¿Quién era

ella? ¿De qué hablábamos siempre,

de qué irrecuperable frase me perdí al callar

definitivamente? ¿Por qué de sus palabras

nada queda? La cápsula vacía flota

por nuestra casa y creo, todavía,

saber cuándo se acerca. Y después,

apagaré todas las luces y esperando

haré mi cama en las tinieblas.

didascalia

Junto al solitario, el viudo, ¿no es

acaso un solitario atravesado

por la falta de culpa? Cuántas veces

vio en su falta un presagio

del fulgor del destino. Ahora mira,

más allá de la nuca del pintor, blancas

líneas de puntos, volviéndose inflexiones

de su remoto pasado, continuamente

cortado por el hueco, absorbente vacío,

tanto que su nombre se hace sombra

de muerte, su cuerpo, una tumba

de la ausente: no hay separación

para quien vive, sino deslizamiento.

Maldice las sugerencias de reemplazo

Muchas veces, amigos, me repito

que ella se fue, y partiendo

sin mí, quedó conmigo. Sin embargo,

su movimiento me dejó sin mundo.

¿Para qué mundo?, me dije, luego

de diez años de espera, lento olvido

que no viniste. Sé que nadie nunca

se levanta del sepulcro. ¿Por qué

busco, entonces, su cara en cada uno

de mis fúnebres sueños? Cuando se desvanece,

licuada, la tiniebla espesa, también ella

se va. Duermo mientras camino, salgo

a trabajar, hasta que al fin la noche

nos restituya. Pero, ¿es una ficción, una

"forma de decir"? ¿Es su recuerdo algo

presente o un efecto grabado

en mi cuerpo que tomó, a su muerte,

su indeleble dibujo? No sé, amigos, porqué

una intensa indignación me invade

cuando me dicen que me case o que busque

otra mujer desconocida. ¿Cómo desear

esa perversa máscara, fingir allí

donde se olvida el propio cuerpo? ¿Cómo

buscar, en otra, una, borrar

la irrepetible valía de la única vez

que ella vivió? Si fue conmigo, entonces

no puedo más que oír sus tenues pasos

en el vacío de una casa dedicada

a su partida, inconclusa. Amigos,

podré olvidar su agonía, su inconciente

coma ante el horror hospitalario

que me acogió, pero su risa y su pereza

matinales, el calor de su cuerpo recién

despertado, las noches de lecturas escuchadas

de mi boca, si no las puedo ya nombrar,

no caben en número, cómo podría

despegarlas, cápsulas de cristal abiertas

como ventosas sobre mi espalda

para siempre, hasta la última costumbre.

4

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Yolanda Montserrat
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