topbella

sábado, 8 de marzo de 2008

Egoísmo:

Mi pecho se contrae albergando un sentimiento de culpa,
Miro la pared que separa mi vida de la tuya
Y me doy cuenta que somos tan diferentes.

No comparto contigo sino el aire que respiro
Y dejo entrever la censura de tu boca y la mía,

Amparo mis intereses y del mismo modo mi corazón
Pero en el umbral sólo estoy yo,
Y poco a poco,
Tu figura se desvanece advirtiendo ser consecuente.

Esta condición de esclavo y mendigo me atrae,
Y mi sangre convulsiona ante la herida.

Sólo mi imaginación:

Presumo actos sublimes que están en la plazoleta,
Y me envuelvo en la brisa que el yodel dejó tras su paso.

Estiro mi mano tratando de alcanzar esa mirada vacía
Que contiene el sentido del hombre
Y me detengo.
Sólo fue mi imaginación volviendo al presente

El contenido se presume, pero su forma se oculta en esas miradas,
Se confunde con una sonrisa del viejo bufón
Y se evita como una lágrima ante el orgullo.

Presumo razones sin lógicas ante ciegas esperanzas
Y me cubro con la brisa que el yodel dejó tras su paso.

sábado, 1 de marzo de 2008

Llévate mi dolor:

Contando segundos interminables, fragmentados con gotas de olvido e impaciencia. Así pasaba el día durante los meses del frío otoño. Aumentaba la temperatura corporal sólo con los desdenes que dejaba una sonrisa de aquel jovenzuelo del barrio francés. No era agraciado y de talle superstar, pero su cálida mirada y su delicado acento burlón, parecía atraer toda la atención del vecindario, pero a mí, sólo a mí, gustaba verlo pasar y sentir el perfume que dejaba tras su paso. Nunca lo perseguí y deje entrever lo que sentía por aquel ser sublime que todas las mañanas venía hasta el balcón a lanzar piedrecillas. La primera vez que le vi, me pareció extraño: un poco voraz y silente como la noche, diferente como los mozalbetes que conocía. Lo miré por largos segundos hasta que se perdió por la muchedumbre.
Pasaron dos semanas en que no apareció por la ciudad, hasta que un día en la noche, caminando por la avenida se acercó preguntando dónde podía ubicar una buena sastrería. -“Entre tantos transeúntes me preguntó a mí. ¡Que afortunada soy! “- pensé. Sólo conocía un sastre y ese era mi abuelo Jasian. Lo acompañe hasta la tienda sin pronunciar palabra, y me alejé tímidamente para volver por la mañana a interrogar a mi “tata”. Cuando volví a casa, noté que mis padres no estaban en ella y eso me alarmó. Volví a la tienda del abuelo para preguntar si sabría algo, pero tampoco tenía idea de dónde podían estar.
Paul aún se encontraba allí tomándose medidas, y cuando vio que ya se hacía tarde, cortésmente se ofreció a llevarme a casa. Me despedí de mi querido “tata” y me fui esbozando una sonrisa que con la brisa lograba ocultar.
Mis padres ya habían regresado y Paul no quiso entrar a saludar. Me dió la mano y se despidió agradeciendo mi compañía. Besó mi mejilla y sonrió hasta que desapareció por el jardín.
Cuando recuerdo esa escena, me pregunto por qué la felicidad es tan vaga y pasajera. Cosas simples como una mirada o una sonrisa me atraían tanto de Paul. Y con el pasar del tiempo eso aún no ha cambiado. De ese encuentro en la sastrería Paul me frecuentaba todas las tardes y por la mañana cogía las piedrecillas del riachuelo para lanzarlas en mi balcón. Así construimos una linda amistad que se incrementó tanto como esa pasión inocente y aventurera que duró tantos años.
Él supo de mi crisis de nervios por sus reiterados celos que sentía por el niño del frente, que traía cada mañana el diario hasta mi casa, y de los berrinches que hacía por no acompañarme al centro comercial.
A pesar de tener tanto en común y compartir ese sentimiento juvenil, nunca mencioné nada sobre mi amor incondicional por él. El “tata” me decía que fuese cautelosa y que si él no decía nada, menos debía hacerlo yo.
Hasta que ese día donde la tristeza cubre los cielos y el tiempo se detiene, llegó.
Era un Martes tranquilo, casi igual a todos pero tan desgarrador como ninguno. Paul se dirigía a casa de sus padres, cuando un mendigo, sacó su cortaplumas y lo asesinó con seis puñaladas en su estómago, por negarse a dar el dinero que portaba. Cuando el “tata “apareció en el umbral esa tarde, corrí a abrazarlo como era de costumbre, pero su expresión parecía lejana como el horizonte. Y tras unos segundos interminables de silencio, lloró desconsoladamente.
Yo le miraba extrañada y es que nunca había visto llorar al Gran abuelo Jasian. Aquél hombre que me inculcaba desde pequeña no llorar por grande que fuese la pena. No. Algo lo acongojaba y debía saberlo.
Fueron segundos muertos los que prosiguieron y el tata sólo me miraba. Hasta que casi sin aliento, me contó la tragedia.
Palidecí y no podía pronunciar palabra alguna. Era tan irreal y verdadero a la vez lo que sucedió, que el miedo me tenía sobrecogida. Descubrí en ese momento la culpa que sentía el abuelo y lo abrasé fuertemente.

El día que iban a sepultar a Paul, no quise ir al cementerio. No era capaz de imaginar su rostro marchito en aquél nuevo hogar. Quería recordarlo feliz, esbozando esa sonrisa de niño. Sentir su perfume que dejaba impregnado tras su paso...

Pero había algo que dolía tanto como su ausencia: Lo quería y nunca se lo dije.

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Yolanda Montserrat
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